María Teresa Gutiérrez C.
A Jorge, viendo que no te vas a morir
sin antes vernos reflejados aquí.
En
mi infancia pensaba que Jorge “El mocho” Londoño era el loco que me iba a
llevar como no me tomara las sopas. A diario, desde el balcón de mi antigua
casa en la calle 10, lo veía pasar por las tardes; siempre con alguna madera en
su mano derecha y en la otra nunca llevo nada, su hombro era el que sostenía la
pesada carga de sus materiales de ebanistería que llevaba en un viejo bolso de
cuero.
Me
escondía siempre que lo veía, porque siempre alzaba su mano sin dedos para
saludar, mis padres le contestaban el saludo, típico grito andariego con que
suelen saludar en los pueblos. A los pocos minutos Jorge, volvía a pasar ya sin
nada a cuestas y entraba a la casa del señor Arnulfo Camargo, diagonal a mi
perspectiva. Esa era la rutina que le conocía a Jorge Londoño en mis primeros
años de entendimiento.
Cuando
me cruzaban a la casa de mi tía Elvia, esposa de mi tío Arnulfo para que jugara
con los hijos del doctor Nacho, compartía la mesa en ocasiones con Jorge, que
siempre jugaba con los niños de la casa; quienes asombrados nos acercábamos a
él, pidiendo muestras de su mano izquierda. Era impresionante ver a alguien sin
dedos; eso nos llenaba de preguntas, las cuales Jorge respondía con simpatía.
La
seño Soco salía de la cocina, diciendo: -Aquel que no se coma todo, Jorge se lo
lleva enmuñecao’. Con prisa y al tiempo nos comíamos todo sin dejar un rastro
de comida en el plato. Mientras huíamos despavoridos, con la idea de ser
llevados por Jorge “El mochito”. Decir que no nos burlamos, sería la más grande
falacia; sin embargo, este personaje en su más integra humildad, nunca dejo de sonreír
y coger las chanzas que hacíamos de la mejor manera.
Yo
fui creciendo, y al tiempo, los pasos de Jorge se fueron tornando lentos. No lo
veía pasar ya, lo veía llegar a la que siempre he conocido como su casa. Un
viejo cuartico de tres por cuatro, ubicado en el callejón de la 13, construido
en el patio de lo que era la casa de la señora María Iliminada Berrocal. Allí
también iba a jugar con las nietas de Marlene y mi tío Manuel. A veces cuando
Jorge llegaba, entrabamos atrevidamente a su pequeño cuarto, allí tenía muebles
viejos por arreglar siempre, un viajo catre donde aún duerme, una mesa donde
guarda sus tesoros y una nevera más vieja que mi abuela. El olor del lugar era
único, una mezcla de tiner y pintura fresca, siempre.
Años
más tarde, pierdo de vista a Jorge, lo veo andar de vez en cuando o sentado en
la esquina del antiguo bar central. Ya no como antes, escucho su viejo toca
disco que sacaba los domingos para poner los LP de Los Corraleros de Majagual,
La Sonora Matancera y Alfredo Gutiérrez.
*****
Hace
unas semanas me lo encontré debajo del árbol de trinitarias, que rebosado sale
del portón de la casa de mi tío Arnulfo. En esa sombra, me siento a saludarlo
como siempre. Nunca tengo por quien preguntarle, pero Jorge siempre tiene
historias para mí. Empaquetadas en su memoria, como si las viviera hace al
menos horas antes de relatármelas.
Me
siento a preguntarle quien era él; antes de toda mi percepción y me inicia una
historia que inicia hace años cuando su mamá, dio a luz a un niño sin una de
sus manos, a quien todos apodaron cariñosamente “El mochito”. Cuenta cómo fue
su paso por los Estados Unidos, y como se devolvió porque no le gusto lo que
vio fuera de Malambo. Trajo consigo una maleta de la Phillips. Un moderno toca
disco que aún sobrevive, después de los años y la nostalgia de los arcaicos
discos negros.
Toda
la vida ha sido ebanista, y sus manos son muestra de ello. Y digo sus manos,
porque aunque este en ausencia de su izquierda, Jorge hace con ella lo que no
hace alguien con sus dedos completos.
*****
A
los días siguientes paso por su casa, y como esperándome, encuentro la tapa de
la maleta que sirve de amplificador del toca disco. Suena “La Opera del
Mondongo” me detengo a escuchar, me parto de la risa en su puerta y me invita a
pasar a su casa. El mismo aroma a tiner y pintura fresca, el mismo catre, las
mismas paredes, el mismo ángel.
Mientras
escribo su historia, vuelven a mí los olores de mi infancia y la intranquilidad
de que me lleve en su muñeca, sensaciones que van arraigadas a este personaje
sacado de mi macondo personal. Como muchos otros: hermoso, diáfano, único;
Jorge “El Mocho”